El mundo sólo existe gracias a esta ilusión definitiva que es la del juego de las apariencias. No sólo metafísica: también en el orden físico, desde el origen, sea el que sea, el mundo aparece y desaparece perpetuamente.
Que el mundo sea ilusión proviene de su imperfección radical. Si todo hubiera sido perfecto, el mundo se limitaría a no existir, y si por desgracia acabara existiendo, dejaría simplemente de hacerlo. Todo lo que se proyecta más allá de esta ilusión, no es más que una fantasía justificativa.
No podemos proyectar en el mundo más orden o desorden del que hay. No podemos transformarlo más de lo que se transforma a sí mismo. Ahí está la debilidad de nuestra radicalidad histórica.
El exceso está en el mundo, no en nosotros.
La voluntad está atrapada por la libertad ilimitada que se le ha dado, y se presta a ello gracias a la ilusión de una determinación propia. Deseamos querer -ahí está el secreto- de la misma manera que deseamos creer, o deseamos poder, porque la idea de un mundo sin voluntad, sin creencia y sin poder nos resulta insoportable.
De todos modos, sea cual sea la voluntad, los acontecimientos posteriores dependerán siempre de lo fatal, es decir, de lo que os sucede, suerte o desdicha, por inadvertencia.
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